En un edificio viejo es donde vivo, porque a antiguo no llega. De esos con ventanas de aluminio en las escaleras, con el olor a humedad de los portales de los abuelos, con los escalones del descansillo desgastados por innumerables entradas y salidas de los ocupantes de estos escasos pisos, sus familiares, amigos y visitas. En un barrio pobre, donde no llegan pijos ni hipsters. Aquí sólo viven los de siempre y los que no pueden vivir en otro sitio porque no les llega.

Es un edificio de cuando se hacían sin persianas en las ventanas, donde mi despertador es el sol de la mañana y el trino de los pájaros, afanados en la interminable carrera por el fornicio que comienza por impresionar a las hembras de su especie. Como todos. Los fines de semana son los partidos de fútbol de equipos de barrio los que me despiertan, a media mañana, en el campo de tierra de la manzana de enfrente. Aquí los impuestos no llegan para hacerlo de césped, pese a ser un campo para competiciones oficiales.

Por las noches todo es silencioso. Si se concentra uno se puede llegar a intuir el profundo ronquido de alguno de los abuelos que quedan en el edificio, que se ha quedado dormido escuchando la radio. Las paredes maestras ahogan cualquier ruido, aunque en ocasiones se intuye a una pareja especialmente creativa en el portal de al lado.

La escalera es tranquila, sin ascensor, garajes o trasteros, ni prisiones vigiladas en forma de comunidad interior con un triste gimnasio y una piscina repleta de herederos de Satanás en forma de niño. Sólo silencio y un portal sin reformar. Tranquilidad. Aquí no hay reuniones de comunidad donde los vecinos se saquen los colores echándose en cara comportamientos sin sentido. Ningún portero que te juzgue con el desdén de aquel que conoce las privacidades de todos. Sólo es un edificio viejo, con pocos vecinos.